Tras una primera atención de semi-urgencia en Puerto Príncipe, tres de nosotras fuimos enviadas a la montaña, donde la población también había sufrido las consecuencias del terremoto, físicas y psíquicas. Al llegar a estas hermosas montañas de Belle-Fontaine, un lugar situado al sur de la capital, comenzamos a vivir en la pequeña localidad de Ducrabon, frente al pico más alto de Haití (que significa, en lengua indígena, tierra montañosa).
Nos quedamos fascinadas de la forma de ser de la gente. La enorme dificultad para llegar por carretera y comunicarse por otros medios hace que este pueblo conserve la sencillez más genuina del ser humano, sean niños, adultos o ancianos.
Es un pueblo de raza negra, sin diferencia de tribus, muy fuerte física y psíquicamente. Descendiente no solo de esclavos africanos de los franceses, sino también de aquellos que se escaparon y sobrevivieron en la montaña desde el siglo XVI. Si en otro tiempo pudieron vivir de la caza y del agua de las montañas, ahora es la agricultura su medio fundamental de vida. Viven con una economía familiar de subsistencia, siempre sometida a las inclemencias de los ciclones caribeños, que pueden acabar en unos minutos con sus cosechas de alubias negras y rojas, de maíz y de guandules, un tipo de lentejas verdes.
Sin atención sanitaria
Lo que empezó como una respuesta a una urgencia humana y sanitaria, se convirtió en un planteamiento de misión. Una vez que los signos y síntomas producidos por el terremoto pasaron, continué constatando que este pueblo no tiene acceso alguno a la atención sanitaria, ya que el centro sanitario más cercano está a 12 horas a pie. Y esto, atravesando montañas y ríos, bajo la lluvia, el sol o en la penumbra de la noche. Los médicos del país no quieren vivir aquí por las condiciones de vida que esto implica: incomunicación (teléfono, Internet), dificultad para el abastecimiento del hogar, la falta de actividades de ocio y una escuela muy pobre.
Desde entonces nuestro trabajo se desarrolla en Ducrabon, en colaboración con otras dos comunidades religiosas haitianas, una masculina y otra femenina. La femenina llevaba tan sólo dos meses en el pueblo, la masculina lleva una labor de 12 años en el desarrollo, la agricultura y la educación de este pueblo tan atrasado, junto a la atención de tantas necesidades que se presentan cada día.
Nos hemos organizado de tal manera que empezamos un consultorio general donde no había nada. Yo comencé como médico, en equipo con los agentes de salud de la zona y religiosos. La formación fue fundamental desde el primer día y lo continúa siendo, tanto para nuestra organización como para el conocimiento del cuerpo, de sus enfermedades y de las técnicas básicas del cuidado. Aunque tengamos poco espacio y nuestros medios sean muy precarios hasta puntos inimaginables, nuestro ánimo y la voluntad de avanzar se mantienen y nos llevan, incluso, a realizar ciertas intervenciones quirúrgicas.
Pretendemos continuar una labor comunitaria de salud, donde los propios haitianos sean los protagonistas de su mejoría. Por eso, colaboramos también con la matrona. Aunque los partos se sigan haciendo en sus casas, la matrona, una mujer mayor del pueblo, a la que llaman cuando una parturienta va a dar a luz, nos deriva los casos complicados o de alto riesgo.
Desde el principio, recibimos ayuda con medicamentos de la Conferencia de Religiosos del mundo entero y ahora esta ayuda continúa desde alguna ONG como Acoger y Compartir y otras donaciones, como por parte de la Fundación VIC (gestionada por las Carmelitas de la Caridad – Vedruna).
A medida que avanza el tiempo, corroboramos lo que veíamos desde el principio: La estructura del hospital se queda pequeña para nuestras actividades y para las necesidades de la zona. Por eso, el proyecto de construcción de un hospital sencillo para esta zona de Belle-Fontaine se toma cada vez con mayor urgencia, aunque nos encontramos con múltiples dificultades, desde el diseño de los planos, hasta la financiación, pasando por el ajuste del presupuesto en este país donde, paradójicamente, construir resulta extremadamente caro. La ayuda de la que hablábamos antes nos llega para el funcionamiento diario y mantenimiento, pero no para una construcción.
Queremos decir que, aunque vivamos cada día condiciones precarias y otras mil dificultades, nuestra existencia tiene pleno sentido porque arriesgamos nuestra vida por el bien y la dignidad de este pueblo tan olvidado del mundo, incluso del resto de su propio país. Y porque recibimos de ellos la alegría de vivir, el tesón en la lucha por sobrevivir cada día, la solidaridad de unos con otros en esta lucha, el sentirse parte de la naturaleza, el valorar la esencia de la vida, el sentido de hermandad, de igualdad, de pueblo, la sencillez y naturalidad en las relaciones.
¿Qué más se puede pedir?
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